martes, 22 de diciembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (VIII)



"Nunca sabremos qué pasó con la genética francesa en la segunda mitad del siglo XVII visto que, sin previo aviso, comenzaron a brotar músicos de talento por todo el reino y, especialmente, en los alrededores de París. Sin duda, la corte tuvo mucho que ver en la consolidación de este fenómeno a través de sus múltiples mecenazgos paralelos (...) Cada miembro de la nobleza y de la familia real, y Dios sabe que eran muchos, -hombres y mujeres- habían recibido desde niños clases de clavecín, muchos tocaban la viola de gamba, todos bailaban con más o menos salero y, coronando este pequeño universo, velaba el criterio de Luis XIV".

Este fragmento idílico y sugerente del programa de un concierto de música barroca al que asistí hace unos días -obra de Joseba Berrocal- me da pie para comentar algo sobre mi antigua "teoría del humus". O "del estiércol", que viene a obrar lo mismo.

Yo creo que la genética tiene poco que ver con el florecimiento de tantos buenos artistas en un período determinado; más bien, confiaría en el mecenazgo intensivo de la corte del Rey Sol. Si algo se cultiva con ahínco no dudemos de que acabará brotando por doquier. Pero hay que ser generosos con el riego, abundantes de abono, selectos en las podas e injertos. Imparciales, en fin, en la apreciación de sus frutos una vez expuestos a la luz pública. Y esto es justamente lo que no sucede en este país.

Porque el actual panorama de premios corruptos por sistema, un mercado editorial obtuso y monetarista que los jalea y alimenta, una política de publicaciones absurdas -y totalmente inviables, por exageradas en número y mezquinas en tamaño de tirada-, esas modas intelectuales de quita y pon, esas tendencias im-pres-cin-di-bles con olor a naftalina, ya caducas antes de aparecer en las mesas de novedades y olvidadas sin que las retiren, esta indigencia intelectual que nos envuelve -bien aplaudida desde cualquier instancia del poder, pues de puro anodina es cómoda y manejable- toda la podredumbre habitual no deja muchas dudas sobre lo que esta sociedad desea y espera de la creación. Mierda con purpurina y envuelta en celofán. Comestible y vistosa pero mierda, al fin y al cabo.


Estoy convencido de que cada país tiene los personajes-basura que se merece. Políticos del estilo de Bush o Berlusconi, Blair, Thatcher o Aznar no son casualidad. En un momento determinado los elegimos -aun aquellos que jamás les votaríamos- y responsabilidad nuestra fue en cierta medida lo que esa panda de gañanes llegaron a hacer -y los trato de gañanes, término apenas descriptivo, por no ponerme serio y decir cosas que injurien.


Lo mismo sucede en el arte. Para no perderme en ejemplos -baste recordar la España de los años 40-50 y las musiquillas que se oían por entonces, a ver si tienen relación o no la simpática vaca lechera con la autarquía y las condenas a muerte- me referiré a lo que se hace, publica, premia, lee y comenta actualmente.

Porque es algo manido hablar en tono lastimero de los males de la patria y, en el fondo, estar pensando que no es para tanto y ahí tenemos a Fulano y Mengano, tampoco escriben tan mal, algo saldrá un día de estos que nos redima de tanta bazofia. "Qué asco más rico", como decía alguien.

Pues sí es para tanto y para mucho más. Me preocupa que no haya nada que llevarse a los ojos sin fumigarlo con un "hombre, no está tan mal" o un "si lo comparamos con otros Zutanos..." Eso no es tener una novela decente entre las manos. Eso no es leer.

Pocos hay que escriban bien, con garra y sin errores que harían sonrojar a un bachiller -de los de antes-. Pero los que sí tienen dominio de la técnica en muchas ocasiones me echan para atrás con los temas de su elección. Siempre las mismas cuatro tontunas que se supone que venden o están en boga. O la manera indigna de enfrentarse con lo que nos pongan para escribir este año, como resignados a no crear nunca nada de interés. El tono ínfimo, el repertorio y la consigna han conquistado la literatura del momento. ME-A-BU-RRO. 

Volviendo a Luis XIV, siempre he pensado que una nación preocupada por su vida intelectual debía mantener una política de buen abono, de humus razonable. De modo que surgiera sistemáticamente un caudal de medianías bien preparadas y capaces que permitieran el florecimiento ocasional de algún que otro fenómeno inesperado. Pero hablo de compost nutritivo, no de la inviable fosa de purines en que está convertida la vida literaria de este país. Eso es una puta mierda. Ya lo he dicho.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (VII)




Comienzo la séptima entrada de mis anotaciones sobre el estado y futuro inmediato de la creación con la definición que hace el compositor Helmut Lachenmann de su proceso creativo: 
Lachenmann ha descrito sus composiciones como música concreta instrumental (a partir de la Música Concreta, de Pierre Schaeffer), lo cual implica un lenguaje musical que abarca la totalidad del mundo sonoro hecho accesible mediante técnicas interpretativas no convencionales.

Según el compositor, es música "en la que los eventos sonoros son elegidos y organizados de modo que la forma en que son generados sea tan importante, al menos, como las propias cualidades acústicas resultantes. En consecuencia, dichas cualidades, como el timbre, el volumen, etc., no producen sonidos for their own sake, sino que describen o denotan la situación concreta: escuchando, tú oyes la condiciones bajo las cuales se realiza una acción sonora o de ruido, escuchas qué materiales y energías son puestos en juego y qué resistencia encuentran".

Su música deriva, por lo tanto, en primera instancia de los sonidos más básicos, los cuales, mediante procesos de amplificación, sirven las bases para obras extensas. Sus interpretaciones requieren el concurso de un enorme número de ejecutantes, debido a la plétora de técnicas que Lachenmann ha ideado para los instrumentos de viento, metal y cuerda

Pues esto que he encontrado hace un rato, curioseando en su biografía wiki, ratifica los comentarios del número I de esta serie sobre el "estado del cotarro" (entrada del 4 de noviembre pasado, lo que indica que llevo mes y medio avasallando sin piedad a mis lectores).

No voy a entrar en disquisiciones generales sino en su uso práctico y personal. Y me da que estos criterios, de aplicación casi habitual en las artes plásticas y en la música desde hace décadas, no son de gran utilidad para la literatura, salvo que se adapten enormemente.

Reconozco que no acabo de calibrar los efectos últimos en que modifica esta decisión creativa el estatus de la obra de arte. Se trata, grosso modo, de que un objeto no depende para ser arte de sus "valores estéticos objetivos" (que de objetivos no tienen nada) ni de sus referencias a sí mismo o al resto de objetos artísticos que lo preceden, rodean y suceden, sino de un conjunto de circunstancias que incluyen quién, cómo y dónde crea esta obra (a la vez que dónde se expone o representa, quién la contempla y cómo, etc...) 

Interesantísimo, en efecto. Pero de dudosa adaptación a lo que nos atañe en este blog: la escritura. Sin embargo, hace unos días releía una entrevista de El Mundo a Vicente Luis Mora en que, con ese tonillo de suficiencia que tanto me irrita, venía a repetir lo de que la realidad actual es fragmentaria (y sin jerarquía visible, añado yo) de modo que la literatura que dé cuenta de ella también deberá ser no lineal y multiforme.

Veo dos detalles que me chocan: los hechos de la realidad podrán presentarse aparentemente como faltos de jerarquía y, por ende, de igual valor o relevancia unos que otros. Sin embargo, no creo que hagan falta muchos argumentos para demostrar que lo que dice el ministro tal, el dueño de nuestra empresa o el juez de turno no cuentan lo mismo que lo que decimos los sin rango ni voz pública. Ahora, incluso menos que nunca. A no ser que defendamos que nada de lo que dice nadie cuenta un pimiento. Ahí ya me callo, pero las implicaciones últimas de esta posibilidad son tremendas.

Segundo: ¿ahora resulta que la literatura debe adaptarse a las condiciones del mundo real para describirlo comme il faut? ¿No era estética del siglo XIX y más pasada que el sombrero hongo? ¿O es que sólo la forma debe adaptarse a la apariencia de la realidad circundante y lo que cuente una obra se convertirá automáticamente en novedoso y apropiado al mundo actual por una suerte de ósmosis estética?

En realidad, estoy haciendo de abogado del diablo para sacar algo en claro. Vamos, que no rechazo las actitudes que pretenden integrar diferentes perspectivas, voces, momentos en una misma acción. Pero me da en la nariz que, a la larga, todo viene a quedar en un cierto aggiornamento más bien superficial de las actitudes creativas. Porque si no hay un eje unificador, sea el concepto de autoría, sea la voz narradora (o voces narradoras), sea algún personaje o un cierto tono desengañado, febril o como se quiera, no sé a dónde va a parar ese galimatías de fragmentos dispersos. Qué de nuevo viene a contarnos, en definitiva.



Hace falta un orden, por difuso que parezca, para que el ser humano se haga cargo de lo real. Necesitamos estratificar, organizar. Necesitamos narrar, en definitiva, los innúmeros datos de la experiencia para que alcancen sentido y podamos integrarlos. Ahí radica la importancia del literato: sabe contar lo que otros sólo viven.


La manera de exponer esos datos ha sufrido incontables modificaciones en la última centuria. Ya hablábamos del narrador en H. James, del stream of consciousness en los modernists anglosajones, de John Dos Passos y sus caleidoscopios sociales (en tono hispano menor, Cela), de K. Vonnegut y tantos pasticheros postmodernos, del nouveau roman... Y suma y sigue, porque me dejo unos cuantos. 

Creo que deberíamos aprovechar los hallazgos sobre tantos aspectos en que se puede modificar el trazado y la apariencia del mismo hecho, que es la narración, para conseguir algo valioso. No queda otro remedio si no queremos enfrentarnos al manido folio en blanco con la única perspectiva de hacer variaciones ínfimas sobre lo que ya se varió en su momento. Y no me parece interesante salvo para los habituales de pane lucrando. Que no son pocos, pero nunca han contado lo más mínimo en este negocio absurdo de la literatura.


Ésta es ahora mismo la posición de partida del que aspira a escribir algo interesante, al margen de su talento y valores estéticos (que sí cuentan, por mucho que algunos se empeñen en ningunearlos).
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Como propina, estos enlaces a un famoso cuarteto de cuerda del mismo Lachenmann (Grido, 2001) a ver si nos alcanza la luz respecto a su proceso de generación de sonidos y tal:

http://www.youtube.com/watch?v=5eQiTqVQdHk


http://www.youtube.com/watch?v=QwtBySRj26Y


http://www.youtube.com/watch?v=WzPs6fAAjS8

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (VI)





 Continuando el pestiño anterior, hay aspectos que no pretendo proponer como universales por la sencilla razón de que provienen de mi obrador particular o son creencias arraigadas más por principios que por convencimiento crítico riguroso. Y me temo que forman, como otros, parte indisoluble del quehacer literario. 

Así que desciendo del púlpito para comentar algo ya mencionado, al menos, en el ámbito de la poesía: puede hablarse de todo usando el verso para expresarse, pero no de cualquier modo. Y esta es batalla que llevo librada con todos los que piensan que el uso de mala prosa y ágil espaciador garantizan (¡alehop!) la existencia de poesía. 

En prosa soy menos exigente. Pero los límites deben señalarse de algún modo. Hay que decir: hasta aquí llegó la riada y más allá es otro territorio no estrictamente literario. 

No me parece mal la exhibición de sentimientos personales, aunque tienen que estar expresados de modo que trasciendan la masturbación intelectual y así tener algo que contar a los demás. De otra forma, no hay quien los lea. Piénsese en los diarios de nuestra adolescencia o las odas fervorosas del primer enamoramiento, o el agravio prosificado que aquella gran decepción. Todo, si bien se considera, basura ilegible, por mucho que nos pudiera consolar. Y sólo ahí reside su interés.

Se me puede argüir que de esos temas está llena la buena literatura. Cierto, pero no así.  Hace falta un proceso de depuración, selección y estilización para que los más diversos materiales entren en el mundo de lo artístico. Algunas teorías pretenden poner esta máxima en cuarentena, pero ni el peor de los dirty realists o el más rastrero seguidor de un Bukowski enajenado muestran ese nivel bajo cero de la literatura a que me estoy refiriendo. Al contrario: los originales no son de mi predilección pero siempre resultan interesantes. Y muchas páginas de prosa detestable suben el listón unas décimas, como mínimo

Tampoco puede suponerse que con el deseo de hacer literatura se alcanza ese nivel, por muchas consideraciones y materiales teóricamente literarios que utilice para componer sus engendros. Me viene a la memoria ese vate setentón, harto de ganar premios literarios en toda España. Resulta entre cómico y triste verlo cuestionando por qué no le avisaron de que existía otro premiúnculo más al que podría haberse presentado. No entiende el pobre sino de halagar la fibra sentimental de jurados provincianos y supone que el resto del mundo literario debe ser del mismo modo. Aunque el éxito le avala, no se crean. Va por el millar largo.

Pero dejemos el circo para volver al reducto de lo posible: qué y cómo hacer en este comienzo de milenio. 

Tengo para mi uso particular un margen amplio de posibilidades temáticas. Sobre todo, porque no me apetece limitar mis de por sí escasos registros ni dar explicaciones sobre qué, cómo y por dónde. Bastante tengo con vencer la inestimable pereza de pensar en abstracto, idear argumentos sin verterlos en nada concreto. O la tendencia a repetir fórmulas ya ensayadas, cosa tediosa que no tolero, y así me veo en los más ilustres embolados cada vez que comienzo una novela.

El territorio en que más se disfruta, sin duda, es el de la ociosidad pero las ensoñaciones no resultan en absoluto como uno las imagina. El verbo tiene su arquitectura y seguir los meandros del pensamiento no consiste en doblarse gentilmente sobre sus relieves, sino forzarlos para que den lo que no estaba en ellos en modo alguno. Hay que templar las ideas y darles tres o cuatro docenas de martillazos (entiéndase revisiones) para que se dejen apreciar en una página.

De ahí también que sea tan lento mi proceso de creación. Como poco, hay que echar tres años por novela. Y siempre, siempre, estoy pensando en la siguiente (o en la siguiente de la siguiente) cuando alcanzo ese punto de madurez con la primera que me indica que todo está en orden. Sólo es cosa de redactar.

Como si fuera tan sencillo. Comparativamente, lo es. No deseo a nadie los rompecabezas de cuatro dimensiones en que se convierten obras que en un principio parecían sencillas. Ahí está la diversión. En lo más arduo.

Pero hablaba de un amplio rango de posibilidades. Desarrollaré este aspecto en otro capítulo del presente tormo.  

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Olga Neuwirth en su salsa




¿Por qué no escuchar esto además de lo mismo de siempre jamás? Tampoco es tan novedoso, oigan. Si se compara con algunas cosas de Scelsi...

http://www.youtube.com/watch?v=egv_mCi8uMI

domingo, 29 de noviembre de 2009

Bendita seguridad



Esta astucia cotidiana de evitar preocuparse por las cosas serias, de dilatar las propuestas definitivas y estar referido constantemente al plazo breve, a veces hace quiebra y deja de funcionar.

No sé qué placer recibimos con la venda apretada sobre los ojos y dando traspiés en las muy seguras tinieblas. Aunque, bien considerado, se trata de llevar anteojeras. Mejor entretenernos con el recto proceder, no sea que tomemos la senda equivocada, la que lleva directamente al precipicio.

Quien se mueve no sale en la foto, declaraba ufano el inquisidor de hace años. Seguimos asentados en el mismo modelo. Y con placer.

Al comenzar esta parrafada no sabía con claridad a qué me estaba refiriendo. Sólo tenía la urgencia de dejarla anotada. Antes lo hacía en papelotes diversos que acababan por perderse en carpetas bajo el epígrafe de "varios". Ahora tengo el blog para depositarlos. En todos los sentidos.

Por un lado, la intensa necedad del partido de esta tarde (o noche, no lo sé bien). No me refiero al jueguecito de pelota, cosa más bien infantil, sino a la trascendencia impostada que unos y otros quieren darle y, ante todo, a su presencia insoslayable en los medios de (in)comunicación. El cretinismo se pone en evidencia en ocasiones como ésta.

¿Y qué, me diréis? Si no te gusta, no enciendas la tele ni la radio y ya está. De acuerdo. Eso pienso hacer. Pero, como observador de la realidad, no puedo menos que sentirme decepcionado con la mayoría de mis congéneres. Luego, que cada día soy más misántropo. ¡Si es que van provocando!

Por otro, la calamitosa situación de la literatura en España. No hablo de otros países con la misma lengua (sé que, para mi sorpresa, tengo lectores por toda Hispanoamérica) porque no estoy al día de sus miserias concretas, aunque me imagino algo parecido. No sé si en Méjico o Argentina atan otros perros con longaniza (ojalá así sea). En la antigua metrópoli las cosas difícilmente podrían ir peor. 

Y qué bien posan los bellacos tras haberse auto-otorgado uno de sus premios (la mayoría de ellos, convocados por entidades públicas y pagados con dinero de todos) tras dolorosos, arduos conciliábulos en que el delegado de la empresa editorial encargada de publicar al ganador "propone" al candidato. O en que una pandilla de amiguitos entrelazados de múltiples intereses y favores previos decide a quién toca esta vez. Por lo general, sale elegido el que se necesitaba. En el caso de la editorial, doble beneficio: edición y promoción gratis de un autor de la casa. Y, además, un nombre que suena para prestigiar el premio. Y un amigo agradecido que nos otorgará honores similares en cuanto participe de jurado en otro premio goloso. ¡Que viva la Pepa!

No me estoy refiriendo a uno, ni a dos, ni a tres, que diría el charlista, sino a la inmensa mayoría de los premios de este país con cierta importancia, léase cuantía económica. Y a la política rastrera de las editoriales, desde la A hasta la Z, con casi todo el alfabeto implicado. Basta con ver las mesas de novedades y los fabulosos libros recién premiados por los pilares de nuestra egregia cultura.

Y en poesía es aún más sangrante.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (y V, espero)




¿Y qué hay de las actitudes concretas? Es decir, de la práctica de la escritura. Porque podemos argüir un muestrario de constataciones críticas que nos apoyen, ratificando a todas horas que somos la hostia con sombrero y dar a luz pública textos infumables. Cosa que sucede con frecuencia, por otra parte. 

Me llaman la atención (y mueven a piedad) los empolloncetes de las últimas teorías que, a la postre, no saben colocar dos palabras juntas sin que el respetable se despiporre o bostece como león del Masai Mara. Al sur campa por sus leyes alguno de ellos. ¡Y qué soberbia gasta!


Lo he dicho con respecto a Cervantes: el escritor no necesita saber un ápice de teoría literaria. Sin embargo, ¡guay de quien no la tenga interiorizada y la aplique a rajatabla, bien sea por instinto, bien por cojones! Propongo como ejemplo el manido asunto del narrador.

Y es que después de Henry James ya no se puede saltar a la torera la convención del narrador y el punto de vista. Si el lector recibe informaciones de a saber qué dios omnisciente mutado en escribidor que en todo mete la zarpa, tiene derecho a pensar que de qué. Y a entender justo lo contrario de lo que se le obliga a asumir de manera tan zafia. Como sucede con el nada fiable Cide Hamete Benengeli en el Quijote. Pero ésas son palabras mayores.

La mínima coherencia, decoro e incluso cortesía artística deberían prohibir el uso de la narración como si viviéramos en la época de Galdós. Y, sin embargo, cada vez es más frecuente la regresión a esas actitudes viciadas, aunque no por conciencia, convencimiento o legítima voluntad de transgredir, sino por mera comodidad. O por ignorancia, que todavía es peor.

Si la postmodernidad implica descripciones fatigosísimas, escritas en la escritura más plana que se pueda imaginar y que luego no tienen incidencia relevante en el decurso de la narración, perdónenme ustedes, pero no pienso tragarme una más. He agotado el cupo. Prefiero creer en aquella máxima que dice: "cuando al principio de un cuento aparece un clavo en una viga del techo, al final el protagonista se colgará de ese mismo clavo". Economía, coherencia, eficacia.

Si escribir a la moderna ("escribir moderno", llega a decir algún analfabeto) consiste en la fórmula: sujeto + verbo + objeto directo, repitiendo la cantinela tantas veces como se quiera, yuxtaponiendo retahílas de frases hasta que aparece el tabulador y ¡zas!, corta el párrafo, ya tenemos de sobra en mi terruño. Y me sigue pareciendo la misma mierda de antes, producto de mentes estériles que no tienen ni idea de escribir. Y mira que se esfuerzan, los pobres, pero no hay tu tía.

Si los personajes son estereotipos, si hablan como le da la gana al escritor sin tener en cuenta para nada su educación, época o nivel social, si no tienen fondo, facetas diversas ni conflictos interiores, cualesquiera que éstos sean, lo lamento, pero no se trata de narrativa sino de guiñol. A estas alturas, me temo que las posibilidades del tal están más que exploradas, ya sea en el teatro del absurdo o en el OULIPO, en el sainete o en la ciencia-ficción.  

Y si se trata de incidir en los géneros me temo que nos topamos con la misma materia trilladísima. De ese modo, falta de nervio y capacidad de sorpresa, es harto difícil que la trama detectivesca, la intimista, la histórica o la fantástica den algo más de sí. Como mucho, melancólicas actualizaciones de emergencia para, digamos, inscribir un roman fleuve crepuscular en el ambiente de los repartidores de flyers de la Gran Vía. ¿A alguien le seduce la idea? Pues a ellos, que hay manada. 

(Yo pensaba que se me había acabado el ferrete, pero está visto que no)

domingo, 22 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (IV)




Una y otra vez volvemos al viejo asunto de qué escribir, sobre qué, con qué criterios e intereses. Cuál es, en fin, el propósito que nos define aun antes de enfrentarnos a la tarea. 

Si vamos a ser honrados, éste es un primer paso que pocos escritores se plantean. A los resultados me remito. Los que lo hacen, aunque no coincidan conmigo en cuanto a planteamientos o rendimiento, siempre merecen respeto y atención. Siempre. De ahí el que a veces me muestre beligerante o incluso impertinente con lo que se publica. Porque estar interesado en algo no quiere decir que guste o sea afín a mis presupuestos estéticos o morales. No hay libro tan malo del que no se puedan extraer provechosas enseñanzas, como dice el clásico. 



Y, hablando de clásicos, una de mis antiguas y menos populares críticas a los escritores actuales es su falta de conocimiento sobre el pasado. El pasado, la tradición, lo clásico... Llámenlo equis.

Vaya: no alcanzo a ver cómo puede construirse el Guggenheim sin haber aprendido los rudimentos de la edificación de palafitos, pongamos como equivalente. ¿Y qué se puede pensar de quien pretende escribir narración actual denostando con arrogancia y publicidad lo escrito antes de 1945, por ejemplo, máxime si proviene de autores españoles?  Acojonante. Pero los hay a patadas. Y publican en editoriales cada vez más importantes (desde el punto de vista comercial, claro).


Me estoy desviando del propósito de esta entrada (que quería la última de la serie, pero parece que no va a ser): qué y cómo escribir a principios del siglo XXI. 


¿Temas? Hemos quedado en que cualquier argumento, situación, asunto o detalle son estrictamente válidos para el arte; más aún, para la novela, que siempre ha sido saco generoso en que echar cualquier material, por indigno que se considerase. De ahí el que gran cantidad de experimentos novísimos en otras ramas del arte hayan sido ensayados hace décadas en narrativa (o siglos: pensemos en Tristam Shandy, de L. Sterne, en pleno siglo XVIII).


¿Modos? Si algo caracteriza al arte contemporáneo (o a la posmodernidad, si se quiere la etiqueta) es la dispersión de tendencias jerárquicamente iguales. Al menos, en teoría.

Lo de la igualdad de una u otra corriente literaria me parece de cajón, al menos hasta el momento en que empiezan a parir sus criaturas. De las teorías más estrictas no han salido necesariamente los mejores textos y tampoco la floración de épocas brillantísimas tiene por qué ir acompañada de otro tipo de bonanza; menos aún, de fidelidad a ortodoxias varias. Tantos manifiestos y declaraciones me recuerdan a los partidos políticos: leídos sus principios fundamentadores, todos parecen la repera. Otra cosa es verlos actuar.


Me acuerdo ahora de Cervantes, que tenía requetebién aprendida la lección del humanismo renacentista y la teoría aristotélica sobre el arte y produjo lo mejor de su producción en cuanto empezó a olvidar la doctrina y dejó que sus personajes discurrieran libremente, adaptando las normas a la vida. Ahí surgió el gran genio.  


Éste es el modo, según lo entiendo yo: no seguir normas anquilosantes, aunque, eso sí, habiéndolas aprendido, masticado y deglutido para que no nos puedan hacer daño. Hay que tratar con el máximo respeto lo heredado, pero dándole somantas de palos en cuanto se pone bravo y nos quiere anular.

No se puede hacer vida normal entre fantasmas que dictan cómo actuar en cada momento. Del mismo modo que obrar al arbitrio de cada uno sin trabas ni carriles lleva a la inanidad o el descarrilamiento. O a descubrir el Mediterráneo cada vez que ensayamos algo novedoso. Como si hubiera tanto por descubrir...

 
¿Queremos ejemplos? Uno de la música, y estoy seguro de que Panamá, lector atento, estará conmigo: una versión, un cover de cualquier clásico, ¿es mejor cuando reproduce miméticamente lo mil veces oído o cuando la personalidad del versioneador transfigura  materiales ajenos y se apropia de ellos? Yo estoy siempre (o casi) por la segunda opción. No por ello hay que recelar de todo standard cantado al viejo estilo ni creer que la creatividad surgirá ex nihilo. Pero conviene prevenir la estaca (metafóricamente hablando).


Otro de la literatura, en negativo: la portentosa abundancia de mierdas encuadernadas que produjo el realismo social o las innúmeras historietas piadosas y morales con ínfulas literarias que florecieron durante el nacional-catolicismo. Se me abren las carnes con sólo recordarlo.

(Me temo que esto no ha acabado, ya me perdonaréis el tostón...)

lunes, 16 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (III)




A ver si nos aclaramos:

La estrategia de la posmodernidad no me parece mal en absoluto. De hecho, la considero oxigenante y necesaria. Cada cierta cantidad de tiempo, difícil de determinar pero que cuando llega se impone por su propia fuerza, es preciso arramblar con todo y hacer tabula rasa de la tradición, matar al padre para redimir al abuelo, rescatar lo necesario y purgarse de accesorios y tal y cual.

Aceptado. Yo mismo he pecado de tales excesos y no sólo no me arrepiento sino que todavía sigo empeñado en los más de ellos, mal que me pese. Otra cosa es que me hagan el menor caso.


Lo que no acepto de tan buen grado es esa grosería artística, ese exceso de evidencia, ese exhibicionismo que calificaría de impúdico o insultante, depende de cómo se considere.

Porque ¿quién no ha introducido elementos de la cultura popular, al menos si ha vivido y creado en este planeta en los últimos veinte o treinta años? ¿A quién no le ha parecido que debía aniquilar el criterio ramplón del realismo, pero también los excesos culturalistas y experienciales? ¿Quién no se ha sentido decepcionado por la vuelta mimética a lo peor del XIX, al contar (atolondradamente) por el mero contar, al efectismo facilón de tantos que ahora mismo perpetran cuentecillos al por mayor?¿Quién no habla en sus narraciones de política o de cuestiones sociales? ¿Y a quién, finalmente, no se le antoja este momento como el peor de los últimos cincuenta, cien o doscientos años (bisiestos)?

(Desafío al lector medio a que me diga qué le ha llenado de verdad, pero de verdad de la buena, sea en prosa o verso, de la producción desde, pongamos, la 1ª Guerra del Golfo. Y anda, que no ha llovido...)

Pero de ahí a que me digan cómo he de entender una obra de arte, qué debo pensar para que su mensaje rupturista llegue a mis cortas entendederas, de qué modo debo absorber las intenciones del autor... Vaya, exceso de evidencia, falta de finura, grosería en términos artísticos. 

En su teoría parece que prima explicitar la intención, colocarla en un primer orden de importancia en la valoración de la obra. También eliminar o constreñir la libertad del lector (o espectador) de construir un sentido propio, no necesariamente en consonancia con el del autor. No el qué, ni siquiera el cómo se cuenta, sino el para qué. Lo que se me antoja una vuelta al rigorismo vanguardista, o al sectarismo revolucionario de lo más granado del siglo XX.

Yo no estoy por la tarea. Si algo tengo claro es que cualquiera (un lector mío, por ejemplo) puede ser tan listo o mucho más que yo. Por lo que no veo procedente tratarlo de imbécil. Demos, por lo menos, la oportunidad de que adivine la tramoya. No tengo intención de mostrarla a las claras salvo, claro está, que me interese hacerlo por motivos inherentes a la obra. Lo demás es de una soberbia chulesca que se me antoja impresentable. O un dirigismo intelectual propio de las dictaduras. Yo soy un profesional y sólo instruyo cuando me pagan por ello.

Esta repulsa es un sine qua non de mi acción creativa. Por lo mismo, aquellos neones fantasmales en que indican: PIEDAD o sugieren: PIENSA, RECUERDA, etcétera, la verdad que no me los trago. Aún recuerdo una lejana visita al MACBA, en Barcelona (excelente edificio para contener una colección inane, aunque tengo oído que ha mejorado mucho) de donde salí con la sensación de haber sido estafado descaradamente. 


Y tampoco estoy por prescindir de algo tan inherente al hecho literario (y no sólo) como el aspecto estético. Me importa tres pitos el contenido si no va vestido de gran gala. Ya puede ser el colmo de la profundidad y la virulencia, que no pienso aguantar una triste página si no está competentemente escrita. Por ahí no paso. Prefiero al "torpe pero voluntarioso", como decía aquél, que al desdeñoso de la forma por motivos de tendencia.

En cuanto a lo de que cualquiera puede ser artista, no sólo es una proclama sino realidad palpable. No hay más que ver la reacción de cualquier persona recién conocida cuando le comentan que me dedico a escribir. "Ah, a mí también me gusta mucho", replica invariablemente. Luego el repertorio varía: "yo llevaba un diario de jovencita", "me gusta contar lo que me sucede todos los días y tengo un blog divertidísimo; mira, te doy la dirección", "oye, ¿tú no podrías hojear lo que tengo guardado en un cajón desde hace diez años y decirme qué te parece?". Y suma y sigue. Los quince minutos de fama están casi garantizados, doy fe. 

Así que, por lo general, oculto mi condición ante los desconocidos. Por cierto: aún no me consta que ninguno de ellos haya comprado algún libro mío. Ni por curiosidad de saber qué tal lo hace el tipo ese tan engreído que conoció el otro día. Ese que sugirió que no todo vale, por muy verdadero que se sienta. Y que, si todo valiera, no sería de cualquier modo.

Por lo menos, no todo lo escrito es literatura. La cuestión ahora es: ¿por qué un texto es literatura y no mero chascarrillo? ¿Se diferencia en algo uno de los chistes que te cuentan el el bar junto a la oficina de los que introduje en Parece septiembre? Dejo el asunto para los críticos, que de buena gana me censurarán. El hecho es que no deseo ser un especialista en el autor o el tema que ha escogido para su obra. Igual que no quiero saber de mecánica para conducir mi coche.

De todos modos, en este país de tan floja implantación cultural los nuevos credos suelen asumirse acríticamente, con el furor del converso. Y os aseguro que me da muchísima pereza adaptarme a otra vague, secta o tendencia que, además está más pasada que el charlestón.

martes, 10 de noviembre de 2009

Sin más motivo



Sin más motivo. Me apetecía que quedasen en su misma cascada del verano ya pasado, igual que entonces recelosas de nuestra presencia y a punto de proseguir los juegos aéreos que nos llamaron la atención.

Si no fueran tremendos depredadores parecería demasiada intensidad, habría tanta belleza condensada que no podría ser real. Afortunadamente, la naturaleza es sabia y redime el pasmo con gotitas de maldad.

Ahora no he hecho una caminata por los prados ni estoy tan fatigado. Pero me siguen sujetando la respiración cuando las contemplo.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (II)




Siempre he intuido que cualquier propuesta renovadora debe partir de la herencia apabullante de al menos cuatro siglos de portentosa creatividad en narrativa y culebrear entre los prodigios de esa cueva del tesoro.

Rapiñemos las riquezas, usémoslas sin pudor en nuestro provecho, alteremos, rompamos y mezclemos cuanto nos plazca o tantas maravillas acabarán aplastándonos como a los enanitos que indudablemente somos.

También podemos (¿o debemos?) hacer lo mismo con los elementos de la realidad y de la cultura en que estamos inmersos. Desgarremos sus miembros y asemos los más jugosos en la fogata de nuestra creación. (¡Si es que me pongo estupendo!)

No creo que pueda haber nada "puro" en términos de creatividad. Ni en los otros. Puro era el comunismo, los nazis se explayaron en su búsqueda de la pureza, Pol Pot tenía en mente una radical purificación de Camboya cuando campó a sus anchas. Ya conocemos los resultados de tanta elevación a lo absoluto.

Hay que aceptar nuestro mundo como es: bastardo, mezclado, insensible, absurdo. Pero, a la vez, sorprendente, contradictorio, lleno de riquezas de toda índole que nos permiten elevarnos sobre el pretil de la tradición y crear coherentemente. Ahí está la juntura, el punto en que apoyar la palanca para que ceda el momento actual, tan obtuso.

Si nos quedamos en la superficie de las cosas no hay sino maniobras para conseguir un puesto cómodo y sestear con apariencia de estar muy ocupados. Todo es asumible en literatura, pero no de cualquier modo. La utilización de gran cantidad de figuras retóricas no hace buena literatura per se.

Lo mismo digo de la introducción de elementos diversos en una obra narrativa, por ejemplo. Al margen del proceso de selección que supone (y de estilización de los mismos, por supuesto) puede lograr una mayor implicación en la realidad, un cuestionamiento de actitudes, lo que se quiera. Todo es válido y lo ha sido siempre en el saco diverso de la novela. Pero no es válido de cualquier modo. Por más que se empeñe el converso a la nueva fe, hay obras buenas y malas, no obras adecuadas a tales planteamientos y otras que no lo son. La fidelidad a un programa no da garantías de calidad. Afortunadamente.

Jugando a copiar las, en ocasiones, aburridísimas tácticas de los posmodernos de allende los mares podremos lograr cosas resultonas, no digo que no. Alguien incluso se sentirá epatado. La cuestión es qué hacer una vez experimentadas tales "novedades" y con cuáles de esas técnicas nos quedamos. Porque no es cosa de seguir con el jueguecito transgresor toda la vida. ¿O sí?

Pienso que toda obra literaria tiene el cometido de aportar un sentido al mundo. O de tratar de cuestionarlo para que a partir de ahí se pueda reconstruir. Pero, indudablemente, ha de hacerse con los medios propios de la creación. Fabulando. Creando personajes, acciones, vida.


Hay que empezar a construir un tinglado que se aleje de los excesos anteriores, pero no para caer embobados en brazos de otras ortodoxias sino porque el momento exige una interpretación nueva. Es inevitable que así sea. La vuelta al siglo XIX o a hace treinta años, si se realiza de modo acrítico y, sobre todo, sin una fuerte dosis de distancia irónica, no me parece más que dar otra vuelta a la noria. Rutina sobre rutina.



(No se vayan todavía: aún hay más)

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Opiniones concretas sobre el cotarro (I)




La lectura de Greenberg y Danto, dos teóricos de la crítica (del arte) sobradamente conocidos, así como la historia de Nocilla Lab, de A. Fdez. Mallo, me ha llevado a plantear algunas consideraciones sobre la posición actual de la literatura; concretamente, de la novela.

.- Desde el punto de vista de un creador actual, el problema con el arte "puro" (esto es: sólo válido, cognoscible y apreciable por sus propios términos y en virtud de los recursos "internos" propios del arte de las vanguardias, pongamos por caso) es que ha de ser valorado y comprendido hasta cierto punto por personas de toda índole: sus lectores.
Muchas no estarán familiarizadas con ese lenguaje auto-referencial. Y, aunque así fuera, los criterios de validez estética y de excelencia o calidad (el "canon", en definitiva) no pueden crearse ex nihilo, de la noche a la mañana y de modo apresurado.

Sé que cada autor (o incluso cada obra) crean su propio público afín y que hay que obligar a la gente para que aprecie lo que no es habitual. Dudo, sin embargo, que un salto radical tenga la menor posibilidad de triunfar o perdurar a medio plazo como propuesta estética asumible.

Incluso si la propuesta Nocilla fuera novedosa (que no lo es) habría dificultades. Pero después de un siglo de experimentación en todos los sentidos y en todos los géneros literarios no creo que ahora estos señores nos vayan a abrir los ojos ante ninguna realidad desconocida.

La novela lleva siglos funcionando con citerios bastante establecidos (y tradicionales). No es posible a estas alturas repetir sin más los experimentos de las vanguardias. Han pasado a ser ya parte de la tradición y deben ser conocidos y asumidos, pero igual que no se puede repetir la prosa del Quijote (qué más quisiéramos) tampoco la de J. Joyce. Ni sus condicionantes sociales o ideológicos. Ni su intención estética (véase "Pierre Menard, autor del Quijote", de J. L. Borges).

De ahí lo caducos y estériles (y arrogantes, aunque no exentos de curioso interés) que me parecen estos ensayos para renovar la narrativa del mismo modo que se intentó y logró (parcialmente) a lo largo de todo el siglo XX.

(Continuará)

viernes, 30 de octubre de 2009

Demasiados muertos


En cuanto rascas un poco la costra de doctrina, estos creyentes resultan ser más bien crédulos.

Me recuerdan a aquellas gentes supuestamente primitivas que ataban los cadáveres de pies y manos para que no pudieran escapar de la tumba. Creo que lo hacían más por preservar el orden cósmico y que las cosas de arriba no se revolvieran con las de abajo que por temores pueriles. Sin embargo, parece que la prevención se ha mantenido hasta ahora, e incluso va creciendo.

A menudo se hace notar el contraste con la cultura anglosajona, que rodea las iglesias de tumbas como si fueran coquetos parterres y apenas interpone obstáculos entre los dos ámbitos. Recuerdo que una vez, visitando en Inglaterra la iglesia de un pueblecito junto al lago, mientras paseaba por su jardín me topé con la tumba de William Wordsworth . No extraña la desenvoltura un tanto frívola de sus festejos equivalentes, llámense Halloween y digan lo que digan los purpurados del Vaticano.

La costumbre católica, sin embargo, aleja a los muertos de las localidades y protege los camposantos (¿santos, de qué, si los temen como a la peste?) con altas vallas y verjas formidables. No han llegado todavía a maniatar a sus seres queridos, pero todo puede ser. A muchos ya se les socarra en lugar de darles tierra...

Cierto es que se trata del modo más rápido de pasar al ciclo de la naturaleza, la regeneración y todo eso. Muy New Age. No obstante, no me parece caritativo, si nos atenemos a la tradición. Estos bienpensantes se deshacen de cualquier lastre en cuanto incomoda lo más mínimo. Ya conocemos la moral cambiante del correcto.

Los cementerios, y en esto me encuentro con el a menudo insufrible Gómez de la Serna, son lugares brutalmente delicados. Pasear por las calles impone un ritmo calmoso y febril al mismo tiempo. Hay silencio, pero está plagado de signos. Son lugares melancólicos, aunque salimos de la experiencia como si nos hubieran validado en sentimientos. Un cementerio es piedra de toque para la sensibilidad.

Por eso considero totalmente inadecuado visitarlos con multitudes, como en Todos los Santos.

jueves, 29 de octubre de 2009

Kirmen Uribe contracriticado en seco



Algunos lectores de este blog (o todos, por qué no decirlo) pensarán que mis críticas literarias son abusivas, que tengo muy mala leche y soy arbitrario. No sé qué decir. De pequeñito me tenía por buen chico, pero debió de ser una impresión falsa. Como tantas.

Quizás por quitarme el sambenito reproduzco la última entrada de "Crítica poética y contracrítica", un blog dedicado a poesía que no suele tener desperdicio. A ver qué opináis después:

Hola a todas y todos:

Esta semana, a petición popular al buzón, traemos el libro de Kirmen Uribe “Mientras tanto cógeme la mano”. Edita Visor.

Nuestra autovaloración sobre nuestra presunta objetividad es baja. De nuevo, cómo no, Visor, y ha sido un premio nacional de narrativa que huele demasiado a política. Más de lo normal, queremos decir. Situamos nuestra nota entre un 0 y un 2. Bajo cero.

Antes de empezar, nos estremece la contraportada, mezcla de medias verdades y de ¿errores?

En ella se indica que el libro es Premio Nacional de la Crítica (con esas pomposas mayúsculas). El libro fue premio nacional de la crítica para obras escritas en vasco. A nuestra observación de siempre sobre el carácter ostentoso del título de este premio (es un premio de una asociación de críticos, el artículo “la” le confiere una afectación y exclusividad ridículas), hay que añadir el carácter mucho más reducido del verdadero premio del libro, circunscrito a la lengua vasca. Vemos que la misma media verdad aparece en la página del PEN americana, y por tanto responsabilizamos al autor en un caso claro de hinchazón de CV por omisión de sintagmas.

Dice la contraportada, además, que la versión inglesa fue premiada por el PEN American Center como “finalista al mejor libro de poesía traducido al inglés el año 2007 en EEUU. (sic)”. De risa. En primer lugar, muchos americanos no son tan fantasmas como algunos de por aquí y no se atreverían a decir que un libro es el mejor o uno de los finalistas a mejores libros de poesía traducidos en su país. Existen dos premios a traducciones al inglés que organiza PEN. El más importante es el PEN Translation Prize. El segundo premio es el PEN Award for Poetry in Translation ("recognizes book-length translations of poetry from any language into English published in the previous calendar year and is judged by a single translator of poetry appointed by the PEN Translation Committee"). Como se puede leer, nada que ver con el carácter de propaganda de la contraportada. Ni es un premio al mejor libro en el año ni nada que se le parezca. Es un premio que da un solo traductor a otro, y que el PEN paga con 3000 dólares. Pues de ese segundo premio, la traductora fue finalista, no ganadora, junto con otra persona. Y lo fue por hacer la traducción directamente del vasco, algo poco visto en EE.UU.

De la misma forma se habla de que el autor ha publicado su obra en The New Yorker, cuando es la traductora la que llevó a las páginas de esta revista su, para ellos, exótica traducción.
¿Por qué tanto empeño por esta traductora y alguno más en la obra de Uribe? Creemos que no se debe a la calidad del poemario, que anticipamos que es muy baja. Tiene más que ver con el hecho de que sea un libro escrito en vasco. Leemos, por ejemplo, en la contraportada del libro traducido al inglés: "Gracias a Elizabeth Macklin por traer al inglés la poesía de Kirmen Uribe, escrita en la lengua europea más antigua". La minireseña la firma un señor llamado Mark Kurlanski, autor del libro "La historia vasca del mundo". ¿El interés es la obra o la lengua? Más bien parece lo segundo. El resto de comentaristas de 4º fila de la contraportada destacan el hecho de que se trata de la primera traducción vasco-inglés sin pasar por el castellano. Desconocemos si eso es verdad pero no hace que el libro sea necesariamente bueno, sino que lo acerca al terreno ya comentado de lo exótico.

Todo nacionalismo necesita reivindicar su lengua para sentir que su territorio es todavía más válido, y así mear a gusto en sus esquinas divisorias. Para una lengua que carece de Cervantes, de Rosalía o de Ausiás, es importante mimar al máximo a sus escritores. Como en este caso parece que hay una ligazón política a la apresurada entronización del autor, no podemos entender, ni creer, que no haya mejores autores para promocionar la lengua vasca. Y lo decimos porque este libro, desde el punto de vista literario, es muy mediocre.

Comienza el libro con una introducción del propio Uribe, introducción con un marcado carácter de estudiante de secundaria, que aleja al autor, por el momento, de cualquier posibilidad de realizar un sesudo ensayo que vaya más allá de comentar que un poema es como una onza de chocolate. Como ya comentó alguien, los ecos de Forrest Gump alcanzan de lleno la poética del autor, en un viaje de ida y vuelta eterno y retroalimentado entre el imperio y el caserío.En sus siete partes más el poema introductorio (el único salvable), hablamos de una poesía basada en la anécdota familiar, en la historieta de abuelo, en algún poema erótico-glacial, en una melancolía patético- sentimentaloide (el poema “Aquel día”), nostalgia agrícola (“El cerezo”), reflexiones de columna de diario de provincias (“Hoy parece que hemos de ser perfectos también en la cama”), todo ello carente del más mínimo interés narrativo y mucho menos poético.

Es curioso que Uribe, evitaremos llamarlo poeta, diga que “siempre un poema transmite algo nuevo”. Si hacemos caso a su propia premisa, habría que considerar la posibilidad de que no haya un solo poema en todo el libro. Y no nos referimos al poema “No se puede decir”, escrito por miles de poetas antes, aunque nunca de manera tan rematadamente mala. Porque decir:

“Mira, el mar mueve la arena
como el viento mueve el trigo.”

no parece que nos transmite nada nuevo. Tampoco con los niños: “Parece un lago helado / en el que se va borrando / el rostro del niño que un día fue.” O con su hermana: “Tiene los ojos llorosos, pequeños / como las fresas silvestres.” Ni siquiera con el mar: “el mar brilla como una merluza. / Las estrellas saltan como escamas.”

Cuando trata del amor es algo similar: “no quiero promesas, no quiero disculpas, / tan sólo un gesto de amor.” O “Tus piernas largas y frías / como el agua de la fuente”; “Es de noche en el hemisferio de sus ojos”

Hay una cosa que nos molesta especialmente del libro y es la felicidad boba que parece mostrar. No estamos hablando de una mirada infantil sino de infantilismo. Ejemplos: “Es domingo en la playa para la gente de buena voluntad.”; el final de “Pesadilla”, el chiste de Bhután, el poema “El extraño” o un Duchamp que parece un imbécil en los diálogos con Aresti.

En un manejo muy torpe de la retórica, molestan especialmente las repeticiones de versos en un mismo poema como “El nunca decía te quiero”, “El tiempo de los árboles” o el terrible “Tecnología”. Se puede sonar igual de antiguo pero no más.

Incluso hay versos que incitan a la risa: “Las heridas de las peras golpeadas no se pueden cerrar.”. Es cierto, ni biólogos ni botánicos se han preocupado todavía sobre el cierre de las heridas en las peras. Vivimos un mundo terrible e incomprensible.

También dice Uribe que el poema es ritmo, como si existiera ritmo en la versión castellana que hemos leído.

Mirad que llevamos libros. Será por el cansancio de tanta poesía mala y mediocre subida a unos altares de barro. Pero terminar un poema a un padre escribiendo “y así terminó también la vida de mi padre, / como un barco que se pierde en el horizonte / girando hacia el Oeste, /dibujando recuerdos en su estela” produce cataratas. Eso y mayo extendiendo su párpado azul sobre el puerto nos llevan a:

Valoración de “Mientras tanto cógeme la mano”: 0,25 / 10.

Dice Uribe en un verso que “sin riesgo, no hay nada”. En realidad poco puede arriesgar quien maneja tan mal los aspectos más elementales de la poesía. Que se quede, por Dios que se quede, en la narrativa por muchos años, que siga teniendo tantos colegas en política y que, por favor, la gente no utilice el sustantivo poeta en vano.

Agur.


Yo sólo puedo aplaudir. Pero es que soy muy malo.

martes, 27 de octubre de 2009

Nocillas sinópticas




Ricardo Senabre es más formalista y contundente, mientras que Ernesto Ayala-Dip tiene claras desde hace décadas las preferencias y voluntades que debe satisfacer. De ahí su uso abusivo del jabón. Nada nuevo en la república de las fidelidades: aquí se comenta sólo lo que procede y como es debido. Faltaría más.

Uno por el lado corporativo, otro en su línea pedagógica, aunque sin sacar nunca los pies de las alforjas, resulta curioso comparar las críticas (que han aparecido raudas y simultáneas como nunca) y ver qué propone el movimiento de Fernández Mallo y cuánto consigue en este último libro.



Porque en casos extremos, como el del crítico de El País, hay que saber leer entre líneas, que son las únicas certeras. Me vienen a la memoria la deliciosa censura franquista o el muy sutil lenguaje de los políticos (sobre todo, los de la derecha, incapaces por naturaleza de reconocer ninguna evidencia, salvo que sea en perjuicio del contrario). Pero hay más. Yo mismo suelo lanzar andanadas en blanco viperino y una conversación tensa entre mujeres es de lo más instructivo, siempre que te encuentres a cubierto de la pedregada. Mala cosa, pensaba cuando ingenuo, no poder decir lo que se piensa. Señal de que... En fin; veamos la comparación:


R. Senabre:

Es indudable el ingenio del autor y también su habilidad, salpimentada con dosis de humor de buena ley, pero también es legítimo preguntarse si valía la pena tanto esfuerzo para escribir una obra en que los artificios estuvieran tan a la vista y la palpitación humana tan oculta. Sobre todo si se tiene en cuenta que muchos de los ingredientes y experimentos de la novela que, sin más, podemos considerar vanguardistas han sido ya probado en muchas ocasiones y con numerosas variantes...


Acaso Fernández Mallo (...) deba plantearse qué trayectoria de novelista le conviene seguir a partir de ahora, sin olvidar la necesidad de crear personajes que no sean el propio autor.




E. Ayala-Dip:



Nocilla Lab insiste a medias en esta línea vanguardista y posmoderna (...) Fernández Mallo quiere escribir para el mercado, más que para la tradición (...) Su lector sería el lector del futuro.

(A. F. Mallo) intuyó el peligro de la reiteración. Por ello prefirió traicionarse a medias. Insistió esta vez en provocar al lector con insólitas soluciones formales, pero a la vez cedió a la fiesta de la invención, aunque con materiales ya usados. Su adiós a la ficción tradicional se incumple.

Nocilla Lab cierra un ciclo. Pero abre un severo interrogante en el futuro literario de A. F. Mallo: ¿qué escribir después? Nocilla Lab no nos da la respuesta.

No sé qué pensarán mis lectores (ahora no tan improbables: ya os tengo contados y dentro de poco localizados, pendones), pero a mí me da que mi instinto, como siempre, ha funcionado. Es que soy un hacha para lo malo. Ni la basura pseudohagiográfica de Ayala-Dip (¿no os suena este nombre a algún personaje de 13, Rue del Percebe?) es capaz de esconder lo evidente.

.- Que no es cosa de volver a inventar la vanguardia. Que los (norte)americanos se deslumbren con cualquier pamema posmoderna no quiere decir que aquí también debamos imitarlos en eso.

.- Que estamos ya bastante aburridos de vanguardias formales (¿alguien recuerda el engendro de Larva, de J. Ríos?) y, a la vez, ayunos de verdadera literatura.

.- Que desandar lo muy largamente y muy bien andado para nada (o para tan poco) es tan tonto como pretencioso e inoperante. A no ser que sólo esconda una bien publicitada campaña de promoción, cosa que vengo sospechando desde sus inicios.

.- Que no es así como se puede fundar la ultra-mega-trans-post-modernidad, o lo que demonios quiera fundar la ralea de nocillosos.

Pero dejo el resto de conclusiones para otro rato. Oigo cómo bostezáis.

jueves, 22 de octubre de 2009

Perro viejo




Cuántas veces habré querido disponer de información exacta sobre un lugar, un ambiente. O guardar todos los hechos que ha sucedido ante mis ojos para luego, pensaba yo, poder narrarlos con mayor precisión.

El error es mayúsculo. La realidad no es arte, ni está sujeta a los mismos criterios de equilibrio, oportunidad, organización, artículación lógica y otras zarandajas que no paso a detallar, pero son imprescindibles para conseguir una triste página legible.


Uno se va haciendo perro viejo -perro y viejo, quiero decir- y sabe cómo atemperar los ímpetus. Porque hace falta tiempo y que los detalles duerman en memoria lo que hayan de dormir. Ella misma los desenterrará cuando convenga. Así, más quietos y manejables, desprevenidos, como si dijéramos, podré moldearlos a mi capricho. Entonces serán materia literaria.
Cuando procedo así reproduzco el pasado con otra fidelidad, quizás bastardeada e imprevisible, pero más eficaz que los tropiezos inevitables de un intento prematuro. La experiencia es más real que cuando se cuenta desde la trinchera.

Y no sólo desde el punto de vista literario. No sólo.

viernes, 16 de octubre de 2009

Las novedades habituales




Días de cierto estudio y lecturas extraordinarias. En el sentido de poco comunes, quiero decir. En efecto, sufro de planteamientos radicales: "La puta de Babilonia", de Fernando Vallejo en Seix Barral, colección Booket, 2009. Una muy excesiva denostación de todo tipo de falseamientos ideológicos. En concreto, de aquellos que son responsabilidad de la Iglesia Católica. Tan apabullante en erudición como divertida. Y desengrasante del tufazo bienpensante e hipocritón que estos mismos días anda manifestando su doctrina callejera.

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Por otra parte, pensaba el otro día que yo fui un adolescente mediocre de una ciudad mediocre en la muy mediocre transición. Mi educación, que en principio no podía dar demasiado de sí, conseguí fortalecerla por propia iniciativa. Más a golpe de disfrute que de sacrificio, todo hay que decirlo. Pero, por el motivo que fuera, siempre intuí que insistir en las medias tintas acabaría por ahogarme. Y no exagero con lo del ahogo. Era algo físico.

La cuestión, vista desde estas alturas, parecía clara: seguir entre balidos o tentar las propias pretensiones, pretender con sentido y no cejar hasta alcanzarlo. Se puede ser ingenuo, y ahí hemos estado muchos, pero bastante peor es ser cobarde. O perezoso.


Tampoco vamos a exagerar con las mejoras educativas: cada día encuentro un área de la que no tengo ni la más remota idea. O una torpeza intelectual, o una zafiedad moral que me pasaba inadvertida. Sospecho que siempre va a ser igual, así que ya me voy acostumbrando. El mejor remedio quizás es la curiosidad. Si la pierdo, buscadme en los torneos locales de guiñote, arrastrando lo que se tercie.


P.S.: ¿Qué coño me habrá hecho el guiñote para que lo tenga en tan mal concepto? Debe de ser por asimilación del ambiente.

sábado, 3 de octubre de 2009

To lie, to sleep no more...



Mentir, inventar, seducir, narrar. No encuentro grandes diferencias entre todos ellos. En definitiva, el oficio de escritor consiste sobre todo en ser capaz de alterar la realidad con ingenio, con estructura, en un orden determinado. Se diferencia en eso del simple mentiroso, se le alcance o no a la pata coja, que ya me va cansando la moraleja. Simplemente es cosa de otro rigor.

Pero los principios a menudo son concurrentes. Creo que mis primeras mentiras infantiles buscaban adaptar la realidad a lo que deseaba que fuese. Desde luego, no la burda sucesión causal que me atrapaba, ni esas normas delirantes, ni mi cortas posibilidades de sortearlas. Y todo ello sin buscar otro porvecho que el estético, que el mundo fuera como debía ser. A mi manera.

Más o menos, lo mismo que ensayo ahora con "Los días y la noche". Creo que Josu Sandur es alguien a quien me pareceré dentro de veinte o treinta años, si llega el día. O quien desearé haber sido.

A veces las cosas más complicadas se revelan de un modo inusitadamente simple. Hay que ver cómo se complican con el tiempo, y lo divertidas que resultan aquéllas que fueron un engorro.

viernes, 2 de octubre de 2009




Nada de nada.

Encuentros difuminados, noticias que se extinguen por lejanía; voces huecas, intercambiables. El otoño tiene otras alteraciones añadidas al primer respingo, a sus hongos renacidos, al perplejo despliegue de tanto color. "El otoño vendrá con caracolas, uva de niebla y montes agrupados", decía el granadino.

"Uva de niebla y montes agrupados". En mi mente son imágenes absolutas del otoño desde que las atrapé, andando los catorce o quince de mi vida y casi de modo inconsciente. Una vez quise hablar en verso de esto mismo y me salieron estas cosas:

"El dulzor de este otoño se desliza
con pámpanos de fiebre entre las losas:
es de balsa perdida; en su fluir,
la hiedra, el paladar, siempre infiltrada
memoria de otras frutas rotundas,
siempre un tañido grave en el cordaje
y en la base infinita: son las nubes".

(...)

No es lo mismo, desde luego. Pero en estos momentos tampoco están escrutando mi tumba ni me estudian en los institutos. A cada cual lo suyo.

En todo caso, quería expresar que esta época inicial del declive siempre se me ha antojado más bien el comienzo de algo. Será por lo diferente que parece de cuanto nos aconteció hace sólo un par de semanas. Será porque a los docentes nos atropella un año intacto, sin desbravar. El caso es que vivo en la impresión de estrenar tersura en los paisajes que me acogen.

Y, si bien se piensa, el mundo se reconstruye en otra densidad. Todo encoge un milímetro y se adentra en su manera, de modo que hay una rarefacción, que dirían los antiguos, un esplendor enfermizo porque sabe que pronto desaparecerá. Es el último son del cuerno.

Estos días me siento extraño, pero casi bien. El cerebro vuelve a su costumbre. Y me acabo de resfriar.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Cabronazos infames



Todo lo que esperaba se cumplió. Y bastante más. De hecho, cuando voy a ver una película de Tarantino delego en sus manos mi percepción de la realidad y procuro tragar sin sentido crítico todo lo que me endilgue. Debe de ser una debilidad. El torbellino de "Inglorious basterds", en concreto, es el colmo del exceso. Y luego da otra vuelta y sigue derivando más allá.

Recuerdo la escena penúltima, la del cine repleto de jerarcas nazis, como el mayor descalabro que recuerdo para las reglas de la verosimilitud del cine considerado "serio". Es el disloque. Y qué voy a decir: en los cuentos de hadas no es pecado corregir la historia y que Hitler acabe ametrallado en el palco de un cine de barrio parisino. Si eso hubiera sucedido quince años antes otro gallo nos habría cantado a todos.

Pero qué más da: cada cual tiene derecho a dirimir sus fantasmas morales en el escenario que mejor le parezca, y si Quentin adora la pulp fiction, el cine del oeste y las películas de Fu-Manchú, todos disfrutamos de ello lo mismo que si fuera adicto al ensayo histórico.

No os perdáis el hilo de los extensos diálogos, más largos y mejores que el famoso de la cafetería en "Reservoir dogs", por citar algo bien conocido. Si hace unas semanas hablaba de "Las benévolas" como una excursión alucinada al fondo de la iniquidad del movimiento nazi, las cínicas justificaciones del oficial cazajudíos son una versión reducida (tanto como divertida) de las mismas.

Y las interpretaciones son de lujo. ¿Qué más se puede pedir para pasar un rato entretenido y luego contárselo a los lectores de este blog?

jueves, 17 de septiembre de 2009

Batiendo el tópico (II)




Tengo para mí que no todo es tan fácil: recordemos lo que tantos panfletarios del pensiero débole llevan voceando desde hace décadas. Décadas, sí. Sucede como con el posmodernismo. Poetas ultranuevos y nocillos varios acaban de descubrirlo y se embeben en sus fáciles seducciones, o eso suponen ellos, pero en el mundo anglosajón funcionaba ya en los primeros años sesenta y nada es tan cómodo si pretende tener un cierto rigor. No es cosa de seguir una receta, sino de talento y disposición para hacerla propia.

Pues bien: el afán por construir logros perecederos, por no dejar huella que perdure y, a cambio, ser ágil, ligero y muy, muy divertido, aparte de que ya está más que visto desde los años ochenta (recuérdese la extrema faiblesse intelectual que acompañó la movida) me da la impresión de que es una excusa facilona que ampara cualquier pereza. O cobardía intelectual, que vienen a ser sinónimas.

Porque la conciencia de lo perecedero no nos exime de intentar violentar las leyes. Me refiero a la tendencia universal a la entropía o, si se quiere más llanamente, al olvido. ¿No proclaman los novísimos talentos desprecio absoluto por lo que se pueda pensar dentro de un tiempo? Pues olvidémonos también de lo que puedan pensar ahora. A lo mejor todo resulta más fácil y se aclara la visión.

A que no hay.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Las benévolas, de Jonathan Littell (II)



Por otra parte, insisto, el aspecto simbólico, más que evidente tratándose del período histórico que trata la novela, no necesitaba de tal marea de datos "objetivos". Menos aún con la falta de jerarquización que se exponen la mayor parte de ellos. Casi todos pasan por la vista del lector como leños en un río crecido. Algunos son rescatados aguas abajo para otro detalle fortuito que le interesa al narrador, pero la inmensa mayoría son eso: despojos a la deriva que sólo entorpecen la marcha de la corriente, si se me permite el símil.

El entramado referencial de símbolos varios me parece muy endeble desde el punto de vista estructural o de la psicología más elemental de los personajes. Y apenas se sostiene comparándolo con la verosimilitud beligerante que el autor pretende dar al resto de la narración.

Chocan poderosamente con el comportamiento de Thomas, pongamos por caso (¿es un cínico trepa y ventajista o un amigo fiel hasta el final? ¿Ambas cosas son compatibles?). O lo que comentaba ayer, el ensañamiento de Clemens y Wesser, creo que se llaman los dos absurdos policías que se empecinan en seguir hasta el final acosando a Auer, por no hablar de la aparición de Thomas al modo "deus ex machina" cuando ya todo parece perdido. Esta parte final de la novela me ha recordado más las trampas argumentales de cualquier peliculilla de Hollywood que el tono que había mantenido hasta el momento.

Hay que decir, sin embargo, que el tema es tan espantoso, la maquinaria burocrática del crimen estatalizado y "socializado" en la Alemania nazi tan aberrante y, sin embargo, tan cercana a nuestro mundo actual, las justificaciones argumentales de los personajes suenan tanto a lo ya leído en mil ocasiones sobre la "normalidad" del espanto, que Las benévolas, mal que me pese, es una novela de lectura recomendable. Ardua, dura a ratos, pero recomendable.

Aunque yo preferiría que mis improbables seguidores leyeran antes a Primo Levi o al ya mentado Semprún, entre tantos.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Las benévolas, de Jonathan Littell



978 páginas de prosa, 978, de las que un 90% es mera narración disfrazada de informe burocrático. O viceversa, no sabría decir. Las 300 primeras, cuando menos, sólo tenían tres o cuatro escenas dignas de mención. A 1oo densas páginas por momento relevante. Tela. Y lo he leído entero. Lo juro. Yo.


Al principio no podía creer lo que tenía entre manos. Estuve tentado de dejarlo más de una docena de veces. Y el motivo de seguir leyendo fue sencillamente enterarme de si todo el libro seguía en el mismo tono frío, abúlico y desesperante. O por conocer el fundamento de ese éxito tan exagerado al otro lado de los Pirineos, que ahora me extraña menos. Pero no por calidad literaria, sino por razones que igual sugiero.

No sé si la hazaña de acabarlo ha sido cosa del estío, de que estoy muy tonto ya o de virtudes insólitas del libraco que no acabo de explicarme. Pero la verdad es que ahora, desde la otra orilla de ese océano de páginas, tampoco tengo claro lo que me ha parecido.

Veamos: la parte histórica, que en una obra literaria debería ser claramente "menor", es decir, estar subordinada a lo narrativo, aquí desempeña un papel omnipresente, basado en una exhaustiva documentación que sólo a ratos he podido comprobar que fuera cierta o fabulada. No estoy demasiado al tanto de los entresijos de la jerarquía nazi. En cualquier caso, y desde un punto de vista del lector, me da lo mismo.

Afortunadamente, el documentadísimo amor de Littell por el detalle inútil (inútil desde el punto de vista narrativo, que no desde su interés historiográfico, supongo) cede en ocasiones, dando un alivio al esforzado leedor. Pero no nos vamos a engañar: las minuciosas descripciones de los sueños en que cae el protagonista, por reseñar lo poco reseñable en cuanto a calidad literaria se refiere, no son menos tediosas que las charlas infinitas sobre detalles de la administración alemana y las innumerables idas y venidas de todo tipo de cargos SS. Rediós, qué agobio recordarlo.

Constantemente me venía a la cabeza esa desoladora, aniquilante narración de Jorge Semprún que también fue escrita en francés: El largo viaje. Eso sí, desde el otro lado de la barrera. Y con otra intención. Y con espectaculares dotes literarias que no he visto ni de lejos en Las benévolas.

Comentando con un compañero de trabajo, me dijo que le había fascinado, y eso que la había leído en francés. Entendámonos: no coincidimos demasiado en gustos estéticos, pero ni aún así me lo explico. La desazón de ser testigos del estómago de la bestia, contemplar desde dentro la maquinaria burocrática y alucinada de la "solución final", no mantiene el tipo de una narración plana, aburrida y, a ratos, desquiciante.

He querido pensar que era así para dotar de entidad estilística al erial de vesania de los personajes, pero entonces no me explico las acciones obsesivas de la pareja de policías que acosan al protagonista más allá de toda lógica. Como tampoco cuadran la mitad de sus reacciones, sobre todo, al final de la novela, e incluso me parece poco plausible el alcance exorbitado de su propia obsesión incestuosa. Que, en definitiva, funda todo el edificio argumental.

Como decía, a mí no me ha fascinado en absoluto. Tampoco me ha sobrecogido, a decir verdad, pero he de reconocer que llevo varios días con la cabeza "colonizada" por algunas de sus escenas más llamativas. Y eso quiere decir que el megaladrillo ha logrado dejar su carga de profundidad.

La pregunta es: ¿merece la pena tal despilfarro de páginas, tal empecinamiento en narrar sin ton ni son para ese resultado? ¿No se podría haber conseguido también con un tercio del volumen y, sobre todo, dejando disfrutar un poquito más al lector?

A pesar de todo, ¿por qué vuelven constantemente a la memoria?

jueves, 13 de agosto de 2009

Batiendo el tópico


Descubro en la playa lo más que obvio, pero es que siempre he sido lento de entendederas: cuando se camina al borde de las olas la huella apenas dura un instante. La siguiente viene rápida a borrar cuanto se dijo el día anterior y todo se reduce a la misma materia amorfa, desvanecida en su propia vulgaridad. Lo trivial pierde sentido.

Para que la huella perdure hay que adentrarse donde la arena es más blanda, caminar cuesta esfuerzos y a veces quema la planta de los pies. El tránsito suele ser corto y hay demasiados que ensayan el mismo intento, con lo que la línea de argumentación tiende a confundirse en un barullo de evidencias. Muchos hablan en exceso y al unísono. Además, con la pleamar todas las voces son de nuevo igualadas. El momento, la nueva generación, la muerte de su autor apenas respetan la idea que pensábamos original. No es suficiente.

Quien pretende perdurar ha de ir al monte y labrar en piedra viva un sendero que resista las lluvias venideras. Así quizás se asiente en la memoria de infinitos que vendrán a turbar su aislamiento, a rehacer los meandros de subida, los puentes ingeniosos.

Pero ahora, decidme: ¿quién tiene las herramientas apropiadas? En un tiempo creí que eran apenas asunto de voluntad. De hecho, yo también lo he ensayado. A la vista de esos logros tan raquíticos debo pensar que no sólo quien lo intenta desbroza en el sentido correcto. En el que otros imitarán. Hace falta decisión y algo más: lo innombrable, el talento.

Lo cierto es que nadie va a aplaudir cuando se vuele una roca venerada o se talen los árboles de nuestros abuelos. "Nihil expectate", desde luego. No nos respetarán, pero tras hacer las cosas apropiadas.

viernes, 17 de julio de 2009

Sobre el deseo



¿Qué hace que alguien nos guste? ¿Qué decisiones inconscientes, qué percepciones se encadenan en el interior del instinto para que su presencia nos cause placer, necesidad o algo que se le parece? ¿Hay afinidades, se trata en cambio de contraste y equilibrio?

Nunca he tenido claro el proceso por el que en los primeros segundos de una relación el cerebro ya ha decidido que sí, esta presencia va a conseguir activarlo de un modo que otras no lo lograrán por más que intenten imponerse de modo racional, a expensas de la intuición.

De otro modo, ¿por qué dones de nuestro espíritu, por qué morbosa emisión de marcadores químicos conseguimos atraer a otra persona? ¿Hay posibilidades de encauzar nuestras maneras y que el otro acepte el tono en que exponemos las primeras obviedades, el gesto con que nos apartamos el pelo de la frente, la sonrisa insegura del comienzo?

Y, en fin, ¿qué tremenda falta de adecuación, qué desajuste de mundos se produce cuando alguien nos gusta, y nos gusta tanto que puede llegar a ser un sentimiento insolente y destructivo, mientras nosotros no logramos atravesar siquiera la primera capa de su interés?

Algo de eso se preguntaba ayer un tal Carlos Mored, personaje que estos días tengo entre manos. Al menos, eso me ha dicho sin que nadie se entere, y a mí me viene al pelo.