domingo, 18 de enero de 2015

Mann, Goethe, todo lo demás.



Llevo días sintiendo la necesidad de resarcirme de esta temporada de abandono del blog y comentar la realidad. Pero estoy tan saturado de opiniones como todo aquel que encienda la radio o la televisión, así que voy a prescindir de dar mi punto de vista. Al menos, sobre la situación política de este patio de Monipodio nacional y los tremendos sucesos de Francia, asuntos que me tiran de la lengua más de lo que quisiera. Para charletas de bar y otras evidencias siempre hay tiempo en el "Picapiedra" a la hora del café.

Esta semana he estado leyendo "Carlota en Weimar", de Thomas Mann. Me la regalaron hace la tira de años, pero por un motivo u otro no la había conseguido terminar. A pesar de cierta dureza de estilo, característica de Mann cuando se ponía excelente, es una estupenda, magnífica novela. 



Narra la visita que Carlotta Buff, la famosa Lotte, ya viuda y sesentona, hace a un anciano Goethe cuarenta años después de la relación que llevó a este a escribir su "Werther". 

Pues bien: cuenta Thomas Mann que, apenas se acaba de registrar la protagonista en el hotel, una multitud de personas de toda edad y condición social se arremolina a las puertas deseando contemplarla, hablarle, tocar acaso a la figura real, la vera effigies que fue modelo para el personaje de la novela que cambió la mentalidad y la literatura de su tiempo. ¡Todavía en vida del autor y de su antigua amada! ¡Acojonante!

Está claro que el autor deseaba (en 1939) contrastar la altura intelectual del primer romanticismo con el salvajismo nazi que le había hecho exiliarse de su país y su versión del episodio histórico la tomó con muchas libertades. Pero, con todo, el contraste con la época actual, salvando las inevitables distancias, es apabullante. 

No me imagino a nadie esperando conocer a quien pudiera ser modelo de, pongamos, cualquier personaje de Eduardo Mendoza o Juan Marsé. Y, si hubiera interés, calculo que sería por ver al Pijoaparte rebuznando como tronista en alguno de esos programas de sobremesa. O a Teresa enseñando las tetas en Interviú. 



No, no me parece que la sociedad del momento se desviva por nada relacionado con la cultura. De hecho, esta se va convirtiendo cada vez más en refugio de una minoría. No recuerdo haber tenido una conversación sobre nada interesante en este ámbito desde hace años (salvo con los habituales). Tampoco la he escuchado en boca ajena. Ni la música es capaz de suscitar las emociones que a nosotros, adolescentes de provincias, nos arrastraban a principios de los años ochenta. Parece que los intereses colectivos se han desplazado. Lo que no encuentro es dónde residen ahora, salvo en la inmundicia intelectual del chascarrillo, el morbo, lo cutre y la zafiedad más anodina. 


Seguiremos leyendo a Mann, y que la turris eburnea se mantenga en pie un tiempo más. "Après nous, le déluge".


martes, 13 de enero de 2015

Biblioteca privada.




Uno tiene la voluntad, pero se entremezcla el destino, qué quieren que les diga. Por circunstancias que son más propias de este último que de quien suscribe, he podido reflexionar sobre lo que uno tiene, lo que va acumulando con los años y lo que sobra. 

Decididamente, sobran demasiadas cosas que se adhieren a los recovecos y lastran cualquier movimiento. Nuestra tendencia a almacenar necedades, y no solo hablo figuradamente, debe ser recortada de vez en cuando con un buen cubo de desperdicios. El contenedor de debajo de casa ejerce una imprescindible función purificadora. 

Estos días he encontrado un breve compendio de las facetas que me componen. Lo que no he conseguido, lo que sí logré y ha pasado como una sombra, sin dejar recuerdo o con visiones amargas. Lo que estuvo un tiempo en mí y era imprescindible, quién recuerda ahora aquellas obsesiones, tanta pasión. 

Datos imprescindibles que he olvidado con justicia, empresas abortadas en su inicio, nombres que no me sugieren nada en concreto por más que los invoco. ¿Hasta qué punto uno es el mismo que vivió? Hace solo diez años, o poco más, ni siquiera sospechaba lo que ahora es rutina. 

Ordeno documentos, libros abandonados  a medio leer, objetos que formaban parte de un orden adormecido en la memoria. Hubo discos que formaron un universo y ahora apenas me sonríen desde sus portadas mientras les quito el polvo con desgana. Otras veces, me reencuentro con pasajes decisivos y reconozco sus pliegues, pero de un modo bien diferente, como si se hubieran usado en demasiadas ocasiones y no conservasen la pátina, dejando de ser esenciales. 

Me temo que soy un desagradecido.